Estoy dando la primera clase del año. Me sorprendo por lo cómoda que me siento, tanto que mientras le respondo a un alumno, me suelto el pelo para volver a peinarme. Dudo sobre lo apropiado de mi conducta, asi que lo acomodo rápido atrás de mis orejas. Mientras salen los alumnos del primer turno, miro el celular. No me animo a dejarlo del todo apagado: ¿y si me llaman del colegio? ¿y si pasa algo urgente y no me entero? Pero no hay llamadas perdidas, solo cerca de cien mensajes de whatsapp. Lo ignoro. Sigo con el segundo turno, me siento feliz. Me pregunto en qué momento empezó a gustarme la docencia, y aunque sé que cada clase la voy a repetir tres veces, lo disfruto casi tanto como investigar.

Las dos horas pasan rápido y los alumnos se van. Leo sólo los mensajes de los grupos formados por las terapeutas e integradoras de mis hijos. En el de Tomás, que tiene TEA y está en 5 grado, hablan sobre la inflexibilidad y dicen que se peleó con el problema de matemática. Me río de la imagen y con cierta pesadumbre me digo a mí misma: “empezó el año”. Agradezco tener un buen equipo, ese que ya se transformó casi en familia. Salgo corriendo, tengo turno con la pediatra para que firme los aptos físicos y contarle lo que otros especialistas habían dicho en estos dos meses. Necesito además resumen de la historia clínica. Se vence el certificado de discapacidad de Lucas.

Mientras estoy en la sala de espera, un traumatólogo habla con una madre, que además es cirujana pediátrica. Cuentan experiencias que tienen con algunos padres, sin criticar ni descalificar, hablan sobre negación y discapacidad. No puedo evitar sentirme atraída por esa conversación. Me sumo diciendo “yo soy mamá de dos chicos con discapacidad”, mientras siento que estoy mintiendo porque la imagen que me hago es distinta a la de mis hijos. Pero me interesa lo que hablan, nunca había escuchado a los “del otro lado”.

Me llama la pediatra y le comento que habíamos visto el día anterior a la otorrino y que no termina de dar un diagnóstico para Lucas por ser muy infrecuente. Algo parecido dijo la inmunóloga respecto a él y a Tomás, y sigo poniéndola al día con lo que dijeron el neumonólogo, la gastro, me salteo la cardióloga y de pronto, empiezo a llorar. No sé por qué, y lo peor, no puedo parar. Lloro y lloro. Me siento cansada. Ella me consuela, entiende mucho más de lo que yo espero, pero me siento mal. Salgo y mando un mensaje al grupo de mamás de chicos con TEA, que son mis amigas. Me escuchan, me dicen que es lógico, que no tiene nada que ver con la ansiedad o con tener SA, que ellas también se sienten así. Les digo, un poco en chiste y un poco en serio, que las veces que me dicen que un sentimiento es normal coinciden con los momentos en los que peor me siento. Como siempre, algo que empezó con angustia termina con unas risas cómplices. Me doy cuenta de lo importante que es tener estos grupos.

Llego a casa junto con Ale que traía a los chicos del colegio. Lo abrazo fuerte, le digo cuánto lo quiero, y voy con Lucas al cumple de su amigo. Tiene un lindo grupo, las madres nos acompañan, no me siento juzgada ni mirada, todo lo contrario, están siempre ahí, dispuestas a ayudar. Recuerdo con una sonrisa, los ofrecimientos de encadenarse al colegio cuando peleaba para que aceptaran que mis hijos fueran con maestra integradora. Pienso que no tengo derecho a estar triste, no corresponde que me queje. Veo a la familia del cumpleañero, reconozco esa mezcla de alegría y tristeza, lamento que estén pasando por momentos difíciles. Ya en casa siento cómo me pesan las piernas. Ale disimula su cansancio, me cuenta cómo le fue a Tomás en su terapia y Pedro se queja porque la maestra les puso una mala nota a todos mientras reclama justicia. Nos ocupamos entre los dos de la comida y el baño de los chicos. Me dice que vaya a descansar, él se encarga de lo que falta.

Me acuesto, pero a la madrugada me despierta la tos de Lucas. Son las 3 am y ya no puedo volver a dormir. Otra vez la angustia. ¿Qué me pasa? Si yo no lloro. Muchas veces dije que me gustaría llorar como las otras madres pero no sabía que no iba a poder controlarlo. Le mando un mail a la pediatra, me siento mal por haber llorado en la consulta, le pido disculpas, y trato de explicarle lo difícil y lindo que es ser mamá. Pero ella ya lo sabe. Mientras escribo me caen lágrimas. Creo que lloro por lo que ya pasó, porque ahora estamos todos bien. Pero, ¿cuándo no lo estuvimos? Todos mis recuerdos terminan alegres. Debe ser cansancio, pienso en mi familia y en la vida que tengo, y me vuelvo a repetir, no tengo motivos para quejarme.

Suena el despertador y empieza la rutina, la que no queremos cambiar, y aunque usamos la inflexibilidad de Tomás como excusa, a todos nos da tranquilidad. Dejamos a los chicos en el colegio y vamos a trabajar. Me encanta lo que hago, pero otra vez, salgo temprano, apurada, porque tengo turno con la neuróloga. Es una persona a la que quiero mucho, pero hoy tengo miedo de estar ahí, creo que voy a llorar otra vez, no puedo hablar. Salgo del consultorio y empiezo a llorar. Ya tengo casi todos los papeles para renovar el CUD, quiero terminar con esto, pero sé que en octubre se vence el de Tomás. Las terapeutas tuvieron reunión en el colegio, por primera vez parece no haber ningún problema. Solo que no saben si una de las integradoras puede seguir. Llego a casa, Ale está yendo a buscar a los chicos, lo abrazo fuerte. Él me dice “tranquila, todo va a estar bien” y en la misma oración me cuenta que la obra social todavía no aprobó el presupuesto de este año.

Pienso en otras familias, leo en los grupos algo que se repite todos los años. Las corridas por presentar los papeles en diciembre para que la obra social apruebe el presupuesto y se puedan hacer las terapias. La ansiedad al ver que las obras sociales y prepagas se toman su tiempo, el miedo al ver que algunas no aprueban lo pedido y el fantasma de pensar que tal vez, este año nos pase eso a nosotros. Casi como si fuera una lotería. Estos días lo que más aparece en los grupos es: amparo, juicio, niños que no pueden ir a ningún colegio, otros que empiezan con ilusión pero mucho miedo, matrículas que no se renuevan, quejas porque les han negaron la renovación del CUD, algún problema con las terapeutas o las maestras integradoras. Trato de no pensar en nada de eso. Me asusta que nos nieguen el certificado, pero todos nos aseguran que no será así.

Llegan a casa, Lucas pide que le muestre en su agenda qué hacemos “el día después de hoy”, pienso que tenemos que terminar de arreglar los horarios de sus terapias. Me pregunto si debería sentirme culpable porque él no tiene una agenda con pictogramas como la que tenía Tomás, a él solo le hago dibujos en una pizarra. Pedro vino con un amigo y Tomás se fue a jugar a la casa de otro. Vuelvo a abrazar a Ale, ya dejé de llorar, entiendo que tiene razón. ¿Quién hubiera pensado que Tomás iría a la casa de un amigo? ¿Quién podría haber anticipado que Lucas hablaría del “día después de hoy”? ¿En qué momento logramos armar una vida lo suficientemente típica como para que Pedro tenga lugar para invitar a su amigo?

Estoy cansada, los trámites y el desorden de principio de año me agotan, las compras escolares, las reuniones, los diagnósticos, los distintos especialistas y la lista interminable de cosas para hacer, me generan ansiedad. Pero miro mi familia, nos miro sentados a la mesa riéndonos, jugando en la plaza, andando en bici, y pienso que Ale tiene razón, todo va a estar bien, porque ya lo está, porque siempre lo estuvo.

Me siento bien otra vez y pienso en cosas para hacer. Reconozco lo afortunados que somos, asique llamo a Ana y le cuento: “Mirá lo que me pasó, me parece que podríamos armar algo para ser la conexión entre médicos y familia. ¿Te parece que podemos hacer esto?” Ella ordena mis ideas y me dice cómo hacerlo, y una vez más, encaramos un nuevo proyecto, para ayudar a otros, y para ayudarnos a nosotras.

Foto: shazam791 Flickr via Compfight cc[